La siguiente es una serie de entregas que recopilan tres anedas futboleras de mi paseo por Colombia. La idea era hacer algo en el estilo la crónica contando mi visita al Estadio Azteca, pero tampoco quería que la historia se limitara a una visita al estadio. Sin mas preámbulos, la primer entrega:
La
verdad es que las vacaciones venían bien. Habíamos pateado Bogotá y Cartagena
bastante, habíamos tenido un par de días de playas paradisíacas, la noche nos
había mostrado algo de lo bueno que tenía para nosotros, pero a mi me faltaba
algo mas. Lo que nos pasa a tipos como yo: tipos que respiramos, comemos,
tomamos, vivimos fútbol. Un domingo santafereño bucólico, frío y lluvioso
recibió a tres tipos cansados, escasamente dormidos y ni enterados que después
de las 16 lo único que la ciudad tenía para ofrecer era un Millonarios-Itagüí.
Por otro lado, Cartagena D Indias era diametralmente opuesta, con su clima
cálido y húmedo, su caos ruidoso e indolente, sus playas fantásticas a mano, su
encantadora ciudad amurallada, RUMBA... pero no fútbol. Si, todos iban con sus
remeras de Colombia y te hablaban del Diego si se daban cuenta que eras
argentino, especialmente si te querían vender estupefacientes; era evidente que
en Cartagena "la del Diego" no es una jugada característica salida de
la zurda del 10, sino... bueno, la que entraba en su nariz... Pero no fútbol.
Nos
fuimos de Cartagena a un destino que sabía que tenía algo que iba a calmar mi
ansiedad. En el medio estaba Barranquilla. La verdad es que el tramo de esa
especie de circunvalación barranquillera que nos tocó recorrer nos mostró una
cara muy fulera de la ciudad, pero a su vez me mostró las primeras postales de
la Colombia que vive y siente el fútbol de una manera cercana a la de uno.
También me mostró porque Teo Gutiérrez si tiene que sacar un fierro en el vestuario,
lo saca. Esta avenida perimetral nos llevó a metros del Estadio Metropolitano,
donde la Selección Colombia se hace fuerte de la mano del calor húmedo
asfixiante de la ciudad costeña. De todos modos lo que mas se nota es que el
Junior no solo es el representante de la ciudad, sino también que Junior es
Barranquilla. Su gente llevando la divisa mientras efectuaba su actividad
diaria, los locales callejeros ofreciendo imitaciones bastante fidedignas de la
camiseta original, su insignia o su mascota (un tiburón) estampado en casi cada
local comercial cualquiera fuera su ramo, eran prueba inequívoca de que
Barranquilla es futbolera y su corazón late al ritmo del Junior.
Dos
horas después de atravesar Barranquilla estábamos en Santa Marta, una ciudad
con tradición futbolera y con un calor y una humedad mayores a los de Cartagena,
cosa que pareció increíble para mi. El escudo de su equipo local, el Unión
Magdalena (Magdalena es el río que da nombre al estado del cual Santa Marta es
capital) también decora las paredes de no pocos locales comerciales y su divisa
azulgrana enfunda los torsos de un número considerable de orgullosos locales.
Además es la tierra del hombre en cuya rodilla maltrecha descansa buena parte
de la obsesión y los sueños de Colombia de cara al mundial 2014, Radamel Falcao
García. Pero no es el ciudadano mas ilustre de Santa Marta, el samario por
excelencia es otro.
Yo
estaba ansioso por ir. Creo que los tres estábamos ansiosos después de saber
que su estatua estaba ahí. En realidad estoy bastante seguro. Hicimos la
burocracia correspondiente en el hostel, preguntamos como ir y salimos para
allá. Creo que ni me cambié la remera, que era la que había usado para salir a
rumbear en Cartagena la noche anterior y la usé para viajar (en una mochila no
entra toda la ropa que uno quisiera llevar). Caminamos un poco bajo el calor
sofocante por la costanera de la ciudad que detenta una pequeña y poco
atractiva playa entre el puerto con sus grúas y containers apilados y el muelle
con embarcaciones privadas, renegué porque los cajeros no me querían largar
plata, nos enteramos que Bolívar había fallecido allí, pero el propósito que
nos movilizaba era otro. Cuando nos dimos cuenta que la ciudad no tenía mucho
mas para ofrecernos, nos subimos a un taxi que nos llevara hasta allá. El
taxista que nos llevó estaba al tanto de lo que pasaba en el fútbol. Cuando le
instruimos donde íbamos, la charla salió sola. Compartimos conceptos acerca del
fútbol europeo y nos pintó toda la data del Unión: que llevaba 10 años
languideciendo en la segunda división colombiana, que su apodo era "El Ciclón
Bananero" (por los colores de cierto club argentino y por el cultivo
típico de la zona), que el estadio donde la estatua será demolido y
reconstruido para unos Juegos Bolivarianos, por lo que el Unión está haciendo
de local en Barranquilla, que había gran rivalidad con el Junior y nos contó,
con una pena subyacente y evidente a la vez, que el famoso samario de la
estatua pasa mas tiempo en Barranquilla que en Santa Marta.
A
veces pasa que la expectativa por llegar a algo o que ese algo llegue distorsiona
la dimensión temporal. Bueno, eso. Pero ahí estábamos: La placa decía que era
un monumento al fútbol colombiano,
corporizado en ese samario famoso, de desplazamiento escaso y lento, pero
siempre de pelota al pie y un ojo para el pase imposible: un Pibe Valderrama
inmortalizado en 4 metros de bronce, sus rasgos faciales enteros y una porra
rubia pletórica de cabellos enrulados. Fueron 5 minutos donde lo apreciamos,
nos sacamos un par de fotos, nos quisieron vender pelucas y un barra nos pidió
una moneda para que los muchachos puedan viajar a ver al Unión donde no es
local sino locatario. Fueron 5 minutos, cortos, por la inmensidad del espacio
temporal y por la admiración a un monumento que verdaderamente honra al ídolo
local. Fueron 5 minutos, largos, por lo intenso, por tener a la leyenda ahí.
Fueron 5 minutos, pero no fueron solo 5 minutos.
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